miércoles, 29 de octubre de 2014

SOBRE BOYHOOD, MOMENTOS DE UNA VIDA, DE RICHARD LINKLATER

DESPERTANDO A LA VIDA

Por Marcelo Arias Souto


Desde el inicio de su carrera, la exploración del tiempo ha sido uno de los temas fundamentales del cine de Richard Linklater. Por un lado, el efecto que el paso del tiempo ejerce en las personas y las relaciones humanas: en nuestros cuerpos, emociones y visión de las cosas; pero también el tiempo como una de las propiedades esenciales del lenguaje cinematográfico: su control, su manipulación, su percepción. Slacker (1991), Rebeldes y confundidos (1993), y SubUrbia (1996) se desarrollan en un solo día. La hora y media de Tape (2001) transcurre en tiempo real, con tres personajes, en una habitación de hotel. Y esa restricción temporal a algunas horas de una misma jornada también caracteriza a la trilogía conformada por Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), donde Linklater retrata la evolución de una pareja, Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), durante un período de dieciocho años. La historia de Boyhood, momentos de una vida (2014) se extiende a lo largo de doce años. Pero la forma en que está contada representa la muestra más radical -y acaso una culminación- del interés de Linklater por manejar el tiempo y captar su impacto en nuestras vidas.

El rodaje inusual de Boyhood ya es bastante conocido en el mundillo de la cinefilia. Linklater comentó que quería hacer una película sobre la infancia, pero a diferencia de, digamos, Los 400 golpes, no encontraba un lapso específico para expresar sus recuerdos y emociones sobre esa etapa de la vida. Como sus ideas estaban desperdigadas en varios momentos, se le ocurrió una solución ambiciosa, poco práctica y casi sin precedentes para retratar todo el proceso de maduración de una persona: usando un mismo elenco (que contribuyó con el guión), el escritor y director filmó escenas desde julio de 2002 hasta octubre de 2013. Con un presupuesto bajo, enfrentando diversos problemas de agenda y logística, Linklater rodó tres o cuatro días cada año, completando un total de treinta y nueve días de filmación durante esa docena de temporadas, acumulando además un año de preproducción y dos de posproducción. 


Su último opus sigue entonces el crecimiento de Mason Jr. (Ellar Coltrane) desde los seis años hasta los dieciocho, cubriendo el sistema de educación pública estadounidense, desde el comienzo del colegio primario hasta el final del secundario. Durante las dos horas y cuarenta cinco minutos de metraje, somos testigos de cómo Mason forja su identidad en el seno de una familia de medio pelo de Texas: sus primeros encuentros con chicas, los amigos, las alegrías y conflictos de la adolescencia. Pero Boyhood se podría haber titulado Familyhood, pues también asistimos al proceso de la evolución de su hermana, Samantha (Lorelei Linklater, la hija mayor del director), y de sus padres divorciados, Olivia (Patricia Arquette) y Mason Sr. (Ethan Hawke). 

Boyhood es lo que en inglés se denomina una “coming-of-age”, es decir, el relato del crecimiento físico y afectivo de un niño o adolescente. Pero curiosamente también es una combinación de varios géneros del cine clásico norteamericano: una “americana”, o sea, un film que muestra la vida en las pequeñas ciudades y los pueblos de Estados Unidos; un drama doméstico matizado con varios momentos de humor y hasta pasos de comedia; una “road movie” que sigue el constante desplazamiento de los personajes por varias regiones de Texas y se va impregnando del espíritu libertario del cine de carreteras; y hasta un coqueteo con el western en un final que ubica al protagonista y a una joven en el monumental paisaje de Big Bend (un parque situado en el sur de ese estado), como en un clásico del oeste de John Ford o Howard Hawks, contemplando una puesta de sol, como Jesse y Celine lo hacían en París, en Antes del atardecer, o en Grecia, en Antes de la medianoche, nueve años después.

Lo de Linklater no es un mero ejercicio experimental ni una arbitrariedad narrativa. Su film no pretende enfocar la atención del espectador en su hazaña de producción. Por el contrario, conecta cada episodio mediante transiciones cada vez más sutiles, dejando que uno perciba la progresión a través de la transformación física (los estirones de los chicos, el envejecimiento de los padres, el tono de voz, los cortes de pelo), algunos hechos históricos, avances tecnológicos y guiños culturales. Así, Linklater refleja el paso casi imperceptible pero inexorable del tiempo. Cuando un personaje que conoció a Mason en su infancia, se asombra al verlo convertido en un joven adulto de diecisiete años, comparte nuestra sensación de rapidez con que transcurre la vida, reforzada aquí por el hecho de que hemos visto ese crecimiento en una sola ficción, en la que el protagonista (interpretado por el mismo actor de principio a fin) era una criatura apenas ciento cincuenta minutos antes.


Linklater refleja la fragilidad de la memoria y la naturaleza efímera de las cosas a través de algunas metáforas visuales: la imagen de Mason contemplando un pájaro muerto que había enterrado, como primer contacto y comienzo de la toma de conciencia de la mortalidad; la escena en que el chico oculta con pintura blanca las marcas de colores que señalaban el aumento de su altura y el de su hermana; y unos años después, tras una mágica acampada nocturna en el bosque con su padre, el momento en que el protagonista orina sobre las cenizas de la fogata que alumbró la conversación de la noche anterior, eliminando el rastro material de su existencia.

Más que contarnos la historia de Mason, Linklater nos presenta su vida a través de pequeños momentos. Empleando grandes y notables elipsis, el director evita los clichés de este tipo de relatos (el primer beso, la pérdida de la virginidad, una ruptura amorosa, el baile de graduación), concentrándose en instantes íntimos, en apariencia intrascendentes, pero llenos de significado: la breve despedida de un amigo, quien lo saluda de pasada, andando en bicicleta; la asunción de la imposibilidad de una reconciliación de sus progenitores cuando observa con su hermana desde una ventana la ruptura definitiva; el conocimiento de sus compañeros a partir del intercambio de miradas y notas cada vez que cambia de colegio; un diálogo con su padre acerca de la (no) existencia de elfos y magia en el mundo; el descubrimiento e interés creciente en el sexo opuesto, sobre todo a partir de una charla con una compañera de instituto, en un magistral plano secuencia de dos minutos, en el que ambos divagan plácidamente sobre gustos literarios y ciudades texanas como horizontes cosmopolitas.

Ese despojamiento de efectismos, golpes bajos, truculencias y vueltas de tuerca forzadas puede resultar desconcertante. Linklater desafía deliberadamente la sordidez, la abyección y los lugares comunes del cine industrial (e independiente) más adocenado, y las expectativas de audiencias condicionadas por sus peores recursos y manipulaciones. Cuando Mason es acosado por un par de bravucones en el baño del colegio, juega al tiro al blanco con un objeto punzante, o mira el celular de su novia mientras maneja, más de un espectador piensa que va a suceder algo terrible. Pero en Boyhood no hay estallidos de violencia gratuitos ni accidentes absurdos. Tampoco muere un personaje (ni siquiera una mascota del niño). Linklater entiende que la vida cotidiana es lo suficientemente interesante como para recurrir a falsedades o crueldades innecesarias para captar nuestra atención. 

Si bien el relato gira alrededor de Mason y los hechos son presentados a través de su punto de vista, Linklater expande la mirada a sus jóvenes padres, quienes maduran intelectual y afectivamente a la par de sus niños. En gran medida, el núcleo de Boyhood reside en Olivia, una madre que educa, convive y finalmente ve marchar a sus hijos. Figura casi trágica por su falta de criterio a la hora de elegir nuevas parejas y por su incapacidad para tomar decisiones convenientes para su felicidad a largo plazo, Olivia es una heroína por su resistencia y compromiso con Mason y Samantha. Desde su temprana discusión con un novio egoísta que se queja por su elección de quedarse con sus pequeños en lugar de acompañarlo en una cita, Arquette está sublime como esa mujer de clase trabajadora que lucha contra la pobreza, decide mudarse para terminar sus estudios de psicología y dar un futuro mejor a su familia.


Generalmente, Linklater describe el estoicismo de Olivia con pinceladas delicadas, como el travelling lateral que deja atrás la humilde casa que la ha llevado a la penuria económica; y hace lo propio con su pesar por el alejamiento gradual de Mason y Samantha con un plano quieto y distante, que la muestra con la mirada perdida y la cabeza gacha, dejando vacío el cuadro, cuando ambos se marchan con su padre y su nueva esposa para festejar el quinceavo cumpleaños del protagonista. Linklater ha manifestado su admiración por Carl Dreyer y Robert Bresson (en It’s Impossible to Learn to Plow by Reading Books [1988] se ve un fragmento de Gertrud [1964]). Como apunta Gabe Klinger en su artículo para la revista canadiense Cinema Scope, cuando Olivia se quiebra emocionalmente cerca del final, el personaje de Arquette alcanza una dimensión, un grado de “pureza santa” digno de algunos personajes femeninos de esos maestros europeos. 

Menos fuerza dramática pero igual interés existe en la trayectoria del padre de Mason: un adulto-niño que ha abandonado a su familia, se ha ido a Alaska para “tomarse un tiempo” y dedicarse a la música. Padre canchero, irresponsable, sin trabajo estable, que maneja un Pontiac GTO y vuelve con el deseo de reconstruir su matrimonio -rápidamente rechazado por Olivia-, el personaje de Hawke demuestra, empero, un cariño genuino por sus hijos y un interés creciente por involucrarse en su formación. Mientras los lleva a un partido de béisbol, se queja por las respuestas monosilábicas de Mason y Samantha, y les reclama una verdadera comunicación; sus hijos le hacen entender que esa interacción debe surgir sin apuros, con mayor naturalidad, y el papá aprende la lección. A la vuelta del partido, canta una canción que alude a su situación y expresa sus sentimientos, ante la mirada atenta de los adolescentes. Unos años después, en una de las secuencias más espontáneas y graciosas, padre e hija tiene una charla embarazosa sobre métodos anticonceptivos; Hawke les dice a Mason y Samantha que hubiese deseado ser un mejor padre y que espera que ellos aprendan de sus errores. A esa altura, uno siente que el personaje está siendo honesto.


Interpretado con la frescura habitual de Hawke cada vez que trabaja para Linklater (su álter ego, luego de ocho film juntos), su personaje tiene inicialmente mucho del tío Pete, el personaje liberal y anti-sistema que el propio Hawke encarnó en Fast Food Nation (2006), una representación dramática de Linklater del libro homónimo de no ficción de Eric Schlosser sobre la industria de la comida rápida y sus efectos negativos. Mason Sr. despotrica contra la guerra de Irak y, luego de preguntar a su hijo a quién votaría en las elecciones de 2004 si fuera mayor de edad, le dice: “A cualquiera menos a Bush”. Sin embargo, gradualmente renuncia a sus sueños de juventud y acepta ciertas responsabilidades paternas: vende su preciado auto, consigue empleo en una aseguradora y forma una nueva familia. Este ascenso (o descenso) a la respetabilidad resulta previsible, y probablemente el Linklater de los años 90 lo vería con cierta decepción. Pero ese desarrollo luce genuino. Como en Antes de la medianoche -la tercera entrega de su otro proyecto de vida, estrenada curiosamente un año antes que Boyhood-, el Linklater de los 2000 ha comenzado a retratar los placeres, frustraciones y resignaciones parciales asumidas por sus personajes cuarentones en la vida doméstica. Pero los observa con la misma comprensión y ternura que a sus jóvenes rebeldes. 

De manera consciente o no, Boyhood nos hace pensar en la fragilidad de las relaciones de pareja y pone en cuestión la vigencia de una familia tradicional. Olivia le dice a su hijo: “He pasado la mitad de mi vida adquiriendo estas porquerías y ahora pasaré la otra mitad sacándomelas de encima”. Cuando Mason le pregunta de qué habla, su madre le contesta: “Me quité de encima a un par de esposos, ahora le toca a la hipoteca, el mantenimiento, las baratijas, el seguro de propietarios, los impuestos a la propiedad, las cañerías …”. Las vivencias de Olivia remiten una vez más a Gertrud, quien abandona a su esposo y amante para iniciar una vida en soledad. En un ambiente burgués en el que predominan las relaciones frías y las convenciones sociales, la búsqueda de verdad y amor de Gertrud es una nota discordante, y su decisión final supone un acto de rebelión en un mundo donde reina la hipocresía. Boyhood no ofrece una visión tan aguda y crítica de la sociedad moderna. Pero el derrotero afectivo de Olivia, su regreso a la independencia luego de varias relaciones frustradas, plantea las mismas dudas e interrogantes, propone una reflexión similar sobre la conveniencia de una relación heterodoxa en el mundo actual.


La mayoría de los films de Linklater se centran en personajes masculinos. De todos ellos, Boyhood quizás sea el más crítico de la masculinidad, sus rituales y conductas. Linklater explora con ambivalencia y cierta contradicción el estilo de vida inicial del padre de Mason y su posterior conversión en un hombre que sienta cabeza: celebración de la libertad y cuestionamiento de la falta de responsabilidad del Hawke independiente; aprecio por la mayor responsabilidad y cierto lamento por la transigencia del padre estable. Pero en ese hombre de familia todavía hay rastros del joven inmaduro. En la fiesta casera que Olivia organiza para celebrar la graduación de Mason, se produce el único encuentro en el que escuchamos un verdadero diálogo entre padre y madre (el primero termina con una discusión que no oímos; y el segundo -que ubica a ambos con otras parejas- se limita a un breve saludo). La escena es conmovedora porque Hawke reconoce y agradece el esfuerzo de Arquette para criar a sus hijos. Pero de pronto hay un giro inesperado y ácido: Mason Sr. ofrece darle dinero a su ex mujer por los gastos de la fiesta pero se da cuenta de que su billetera está vacía. La expresión de Olivia combina la resignación por la falta de suficiente apoyo económico de su ex marido, con el alivio de que, pese a todo, es un buen padre y una mejor influencia que la que Mason y Samantha tuvieron que soportar en el pasado. En ese sentido, Boyhood funciona como una crítica afectuosa de la masculinidad y un tributo crítico de la maternidad.

Los padrastros circunstanciales de Mason representan cierto tipo de hombre adulto norteamericano, particularmente texano (aunque no son personajes esquemáticos, sino seres de carne y hueso gracias a la compasión de Linklater). El segundo esposo de Olivia, el Dr. Bill Welbock (Marco Perella), profesor de ella en la universidad, es un tipo de clase media alta, que termina resultando un borracho, un esposo y padrastro violento y abusivo. Luego, Olivia es la profesora y es ella quien elige como nueva pareja a uno de sus alumnos, Jim (Brad Hawkins), un veterano de Irak, ex marine de clase obrera de regreso al país, que trabaja como guardia de prisión, y también revela un costado intolerante, una frustración por su situación económica. A esta galería de personajes masculinos opresivos se suma el profesor Turlington (Tom McTigue), un docente de fotografía. Turlington le recrimina a Mason que no haga sus tareas por estar en el cuarto de revelado, y le da un sermón sobre la importancia de complementar el talento natural con disciplina, compromiso y ética de trabajo para sobresalir en un mundo competitivo. “¿Quién quieres ser, Mason?, ¿Qué quieres hacer?”, le pregunta. “Quiero sacar fotos. Hacer arte”, contesta el joven, sugiriendo que no ve la fotografía como una profesión, sino como un instrumento de expresión en un mundo lleno de hombres autoritarios. Por eso, en lugar de obedecer la tarea de registrar las jugadas de un partido de fútbol norteamericano que le asigna su profesor, se dedica a fotografiar lo que rodea al campo y al juego (una declaración de principios del propio Linklater sobre su cine, que prefiere evitar la espectacularidad para fijarse en los detalles que a menudo pasan desapercibidos). Asimismo, en su primer trabajo, Mason tiene un jefe (Richard Robichaux) con características similares, aunque más benigno, que Linklater usa para aportar una cuota de comicidad.


La oposición de Mason a toda forma de autoritarismo es uno de los temas principales de Boyhood, como en el resto del cine de Linklater; una actitud con valores libertarios manifestados desde el arranque de su filmografía mediante el veterano anarquista de Slacker. Mason es un típico protagonista linklateriano. Al comienzo, tirado en el césped, mirando el cielo, parece una versión infantil de los soñadores de Despertando a la vida (2001). Poco después, es un niño introvertido, retraído, que construye una coraza para protegerse de su compleja situación familiar. Al promediar la adolescencia, encuentra en el arte una forma de refugio y escape de esa realidad asfixiante. Cuando lo vemos en una fiesta con la que será su primera novia formal, Sheena (Zoe Graham), el protagonista ya es un hermano de sangre de Wiley Wiggings, el actor que interpreta al personaje central de Rebeldes y confundidos. Finalmente, Mason deviene en un proto-slacker, un ser aparentemente apático, abúlico, pero que contiene en su interior una pasión, creatividad y curiosidad por el mundo que afloran ante el menor estímulo o provocación. Inevitablemente, esa postura contestataria e inconformista lo hace chocar de forma sistemática con los personajes que pretenden domesticar su visión de la vida y su búsqueda alternativa de realización personal.
    
En la trayectoria de un verdadero autor como Linklater, ésta es posiblemente su película más autobiográfica, junto a Rebeldes y confundidos. El director nació en Houston, en un ambiente de clase media baja, criado por una madre que enseñó psicología (como la mamá de Arquette), y constituye un claro modelo de Olivia. Por eso, las limitaciones económicas de la familia que vemos en la pantalla están representadas tan vívidamente. Asimismo, Mason Sr. tiene puntos de contacto con los padres de Linklater y Hawke: hombres que se divorciaron de la madre de ambos, formaron un segundo matrimonio estable y trabajaron como agentes de seguros. Boyhood es un casi un film casero: más allá de datos menores (el GTO que maneja Hawke es propiedad del propio Linklater), la elección de Lorelei para el papel de Samantha y una breve aparición de sus dos hijas gemelas menores, Alina y Charlotte, refuerzan esa impresión de álbum familiar. Cuando Samantha despierta y molesta a su hermano cantando una canción de Britney Spears para delicia del espectador, uno imagina que Linklater echó mano a alguna versión doméstica real de la propia Lorelei. 


Uno de los aspectos más fascinantes es el límite cada vez más difuso entre ficción y documental. Cuando Mason apunta su lente hacia la cámara, o Linklater rompe la cuarta pared en el plano final, estamos ante una obra en la que el arte imita a la realidad y viceversa; una nueva muestra de aquella máxima que dice que “una película es siempre el documental de su propio rodaje”. Desde la concepción del proyecto, la intención de Linklater era que la trayectoria de su protagonista siguiera la de Coltrane, que Mason fuera la suma de sus ideas originales sobre el personaje y la persona en que se convertía el actor. Uno de los mejores ejemplos es la diatriba de Mason contra Facebook cuando viaja con su novia hacia Austin, un diálogo que Linklater escribió en base a la opinión de su intérprete. Por si fuera poco, el gusto de Coltrane por la fotografía fue estimulado por el trabajo de Matt Lankes, el fotógrafo del set de filmación. La frontera entre protagonista y actor se fue desvaneciendo a medida que avanzó la historia y su rodaje. Y en otro nivel, la evolución de Mason/Coltrane también remite a la de Linklater: un fotógrafo y escritor durante su adolescencia, trabajador en una plataforma petrolera más tarde, convertido a la postre en un cineasta autodidacta. 

Boyhood también se transformó en un film de época, rodado en tiempo presente; una épica intimista que muestra la vida ordinaria de sus personajes, sin perder de vista grandes eventos que sacudieron esa realidad. Linklater entiende que no sólo somos el producto de nuestros genes y la educación de nuestros padres, sino el resultado del ambiente que nos rodea, el período histórico en que vivimos. Su trabajo constituye una crónica del contexto social (político, económico, cultural y tecnológico) de los Estados Unidos luego del 11/9, con una mirada lúcida sobre Bush y la invasión militar en Irak (sin la ventaja de la perspectiva histórica, sino a medida que esos hechos se producían). Cuando Jim habla de su experiencia en ese país y una colega de Olivia le pregunta qué piensan los iraquíes sobre la causa de la presencia del ejército norteamericano, el ex marine contesta: “Petróleo. Lisa y llanamente”.


La esperanza de “cambio” de Obama también recibe algunos dardos certeros. Hawke hace que sus hijos pongan letreros del candidato demócrata para la elección de 2008 y se lleven los del republicano McCain; Mason le pregunta a alguien si puede poner un cartel frente a su hogar, pero el vecino -un reaccionario racista con una bandera confederada en la entrada de su casa- le responde “¿Tengo aspecto de apoyar a Barack Hussein Obama? Vete. Podría dispararte.” Sin embargo, la mayoría de los críticos no detectaron que más punzante aún es el entusiasmo irreflexivo de una fan del político afroamericano. En el último episodio, a su vez, un comentario de Mason alude al espionaje de la NSA, revelado por Edward Snowden. La observación del zeitgeist no incluye al movimiento Occupy, pero los problemas económicos que atoran a Olivia hasta último momento hablan del fracaso de la presidencia de Obama y la persistencia de la crisis económico-financiera que estalló en 2008. Por la marcha de sus hijos, Olivia decide mudarse por enésima vez; pero el hecho de que termine viviendo en un apartamento más pequeño que el hogar del comienzo habla del deterioro de la clase media estadounidense. Linklater integra ese contexto de manera fluida y orgánica a la acción, sin caer en panfletos ni subrayados.

Como señala Manuel Yañez Murillo en su exhaustiva crítica para Transit, las referencias históricas han llevado a describir a Boyhood como una cápsula del tiempo. Pero el crítico español agrega sagazmente: “… me parece más sugerente afrontar el desafiante ejercicio de memoria personal que nos propone la película: ¿dónde estábamos en el año 2002, al principio del camino, en relación al lugar (vital) que ocupamos ahora, en 2014?” Este aspecto es lo que hace que el film no se agote en una primera visión, que su contenido hable tanto del pasado como del presente y el futuro, y que, eventualmente, lejos de convertirse en una experiencia anacrónica, su resonancia crezca con el paso de los años.

El discurso ideológico de Linklater no lo hace caer en el cinismo, el trazo grueso o la caricatura. Uno de los pasajes más sorprendentes de Boyhood es la visita del protagonista a la casa de sus nuevos abuelos políticos, una pareja de cristianos, que le regalan a Mason una Biblia y un rifle de caza por su cumpleaños (un episodio basado en la vida de Linklater, quien recibió los mismos obsequios cuando tenía trece años, y al que describe como su “redneck Bar Mitzvah”). Pero lo notable es que no hay aquí rastros de burla hacia esos habitantes de la América profunda, religiosa y conservadora, una tentación que no habrían evitado directores como los hermanos Coen o Todd Solondz. Boyhood pone en escena las contradicciones texanas, contrasta la mayoría conservadora del estado -en donde los niños hacen el juramento a la bandera de Texas- con su franja más progresista, representada por los padres de Mason (y Linklater). La nueva familia del padre de Mason refleja la realidad de una región en la que seres con diferentes visiones de la sociedad viven armoniosamente bajo un mismo techo. El respeto hacia el diferente es una nueva muestra del humanismo de Linklater, quien parece decir, como Jean Renoir, que “todo el mundo tiene sus razones”. Al igual que Bernie (2011), Boyhood es en parte una celebración de un lugar que el realizador conoce como la palma de su mano.        


Más que un narrador de historias, Linklater es un cineasta interesado en la descripción de personajes, situaciones y ambientes, con un gran oído para los diálogos y un estilo naturalista. Esa vocación contemplativa es uno de los elementos esenciales que lo acercan a su amigo y admirado James Benning, una relación retratada por Gabe Klinger en su documental sobre ambos directores (Double Play: James Benning and Richard Linklater [2013]). Los mejores tramos de Boyhood son los dominados por la inacción, momentos casi anti-narrativos: el campamento, donde el padre aconseja a su hijo sobre cómo cortejar a las chicas, y ambos hacen bromas (más oportunas que nunca) sobre una hipotética secuela de Star Wars; una acampada en una casa en construcción con compañeros y muchachos mayores, que deriva en las típicas groserías, los chistes homofóbicos y las mentiras juveniles sobre las primeras experiencias sexuales (en menor medida, otro cuestionamiento a la cultura masculina); el largo viaje hacia la casa de los nuevos suegros del padre de Mason, donde su padre le regala el “álbum negro” de los Beatles, una compilación de los temas de John, Paul, George y Ringo como solistas, tras la ruptura del grupo; la toma que sigue el recorrido de una piedra arrojada por Hawke en un lago (una metáfora del laborioso, paciente proceso de rodaje).


En la misma línea, los peores fragmentos son los más narrativos, sobre todo el hilo argumental que retrata el creciente alcoholismo del segundo marido de Olivia: momentos forzados, sobreactuados, melodramáticos, que desentonan con la naturaleza diáfana del resto del relato, y amenazan con romper la noción de realismo. En esas escenas, el concepto del film atenta contra sí mismo: el realismo cinematográfico necesita un desarrollo de personajes y situaciones difíciles de desplegar en los menos de quince minutos que Linklater tenía para resolver cada episodio. Ese realismo también debía sostenerse con la puesta en escena (un fuera de cuadro, un travelling de alejamiento, un salto temporal). Linklater lo comprendió y por eso resuelve elípticamente la ruptura de Olivia con el veterano de Irak, sin mayores explicaciones ni psicologismos.

Entre los reparos hay que agregar una subtrama que involucra a un inmigrante mexicano (Roland Ruiz), un plomero que luego aparece como gerente de un restaurante y agradece a Olivia el consejo de que siguiera estudiando. Es un instante complaciente, como si Olivia necesitara de ese gesto para ser redimida; una macha de sentimentalismo edificante que sugiere la noción ilusoria de que cualquier persona es capaz de alcanzar el sueño americano. Por suerte, lo que predomina en Boyhood es la sobriedad actoral, la descripción imperturbable de vidas corrientes, el vuelo creativo para que la belleza, el drama y la emoción se filtren discreta, silenciosamente, mediante detalles mundanos que se hacen relevantes con el transcurso del tiempo. A pesar de esos defectos, el interés de Linklater por la poesía de la vida cotidiana también encuentra aquí su mayor expresión. 


La brillantez formal de Linklater radica en la simplicidad y el refinamiento de su estilo, sobre todo para conectar un episodio y otro: en un plano vemos a Mason sacando fotos; en el siguiente, el joven las está revelando, un año después. En un par de imágenes, casi sin solución de continuidad, el director nos ha ubicado en la nueva fase de crecimiento de su protagonista. Pero además del manejo del tiempo, hay un trabajo interesante con el espacio cinematográfico. Durante los primeros años hay movimientos rápidos de cámara, que acompañan los juegos y corridas del niño. A medida que el pequeño crece y se sosiega, la puesta en escena se vuelve más naturalista, con una cámara que por momentos se hace invisible, limitándose a seguir a los personajes como si fuera una mosca en la pared, con planos fijos y distantes. El uso inicial de planos breves y cerrados deja paso a una extensión temporal y espacial de las tomas, que reflejan la forma en que el mundo de Mason se expande, hasta culminar en el imponente Big Bend. Allí, Linklater no se distrae con alardes esteticistas, su cámara no atrae la atención hacia sí misma; por el contrario, busca un efecto expresivo con el encuadre de los cuerpos en la inmensidad y belleza del paisaje. Del mismo modo, cuando apela al travelling, lo hace para captar la intimidad de dos personas que caminan y hablan, transmitiendo su estado de ánimo no sólo por lo que dicen, sino por cómo habitan ese espacio. Un diálogo de Mason y Nicole (Jessi Mechler), la compañera que acaba de conocer en la universidad, es registrado con otro fluido plano secuencia, como los que siguen las caminatas en la trilogía de Jesse y Celine.

Linklater quería que Boyhood fuera una serie de recuerdos, que su visión se sintiera como un ejercicio de memoria. Ello explica el registro casi documental de un par de eventos reales, como el lanzamiento de Harry Potter y el misterio del príncipe, al que Mason, Samantha y sus hermanastros concurren vestidos como los personajes de esa serie de libros de J. K. Rowling. El segundo es un partido de los Astros de Huston, con el legendario Roger Clemens, donde de pronto un verdadero home run ocurre en el medio del cuadro. En este caso, se puede decir que el azar (o los dioses del cine y el béisbol) estuvo del lado del director. Pero esa secuencia también revela la sabiduría para aprovechar lo aleatorio: la intuición, voluntad y capacidad de crear condiciones para captar situaciones extraordinarias que suceden de forma imprevisible.


La música juega un papel relevante en un par de niveles. Por un lado, Linklater utiliza temas populares de la última década (desde Yellow, de Coldplay, hasta Deep Blue, de Arcade Fire) como referentes históricos, indicadores temporales. Pero conforme avanza el relato, la música que suena es diegética, incidental: proviene de una radio o reproductor, y refleja la preferencia de los personajes. Pero el cineasta texano tampoco abusa de su material. Con excepción de algún desborde cerca del epílogo, Linklater no satura la banda sonora, demostrando que, a diferencia de varios de sus colegas, es capaz de sostener el interés de cada secuencia sin apelar a una canción.

“Con el tiempo, los padres y los hijos se alejan”. La frase es de Historia de Tokio (1953), pero es ilustrativa de varios films de Yasujiro Ozu, en donde los padres lamentan la marcha de sus hijos del hogar. Cuando Mason está a punto de partir a la universidad, Linklater filma a Olivia sola en el cuadro, a la manera de Ozu. Pero a diferencia del dolor contenido que caracteriza al cine del maestro japonés, Olivia se pone a llorar: “Sólo pensé que habría más”. Las palabras de Arquette subrayan lo que Linklater transmite mediante la imagen y el jugado concepto de su obra: la condición finita de la existencia y la fugacidad del tiempo. Pero el gran André Bazin escribió que este medio artístico era el único (junto a la fotografía) capaz de registrar la realidad y "embalsamar el tiempo". En tiempos en que el celuloide va dejando paso a la imagen digital, algunos sostienen que las ideas de Bazin son anacrónicas o erróneas. Pero Linklater -quien ya había citado al gran teórico francés a través del realizador Caveh Zahedi en Despertando a la vida- homenajea a Bazin con una escena memorable: cuando se dirige a la universidad, Mason se detiene en una estación de servicio que parece perdida en el tiempo, y saca fotos de objetos viejos, oxidados, deteriorados (una lámpara, un hidrante, un semáforo). Quizás sea un momento elegíaco. O tal vez Linklater nos esté diciendo que las ideas bazinianas siguen vigentes: ya sea en 35 mm -como Boyhood- o en digital, el cine sirve para preservar la memoria, rescatar las cosas y las personas de su naturaleza efímera, y hacerlas eternas. 


Celebración del tiempo como motor de la vida, sensible retrato de varias etapas de la experiencia humana, Boyhood probablemente no es la obra maestra que muchos vieron apenas terminada su proyección. Pero es una síntesis acabada de la filmografía de Linklater y una de las mejores películas estrenadas en Uruguay en los últimos tiempos. Una combinación de cine clásico y moderno que demuestra que no todo está inventando en este medio, que todavía existen historias para contar y nuevas formas para hacerlo. 

domingo, 9 de febrero de 2014

SOBRE THE SKY BETWEEN THE LEAVES, EL EXCELENTE LIBRO DE DAVID WALSH

LA REVOLUCIÓN PERMANENTE EN LA CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA


Por Marcelo Arias Souto


Algunos críticos han sido capaces de hacer algo más que un estudio serio y agudo del cine: han elaborado su propia concepción del lenguaje cinematográfico, desafiando y a veces transformando no sólo la percepción del espectador de lo que ve en la pantalla, sino también su visión del mundo, la conexión entre la realidad del cine -necesariamente una construcción o una representación-, y la realidad que transcurre fuera de él.
André Bazin es el gran teórico realista y el exponente más influyente de la historia de la crítica cinematográfica. En ¿Qué es el cine?, Bazin explicó por qué este arte es capaz de captar la esencia de la realidad y el mundo; en Ontología de la imagen fotográfica, desarrolló conceptos sofisticados sobre la relación entre el cine y la fotografía. François Truffaut acuñó la idea del “auteur”, la noción de que, a pesar del carácter colaborativo e industrial de la producción cinematográfica, la verdadera voz de una película es la de su director. En Una cierta tendencia del cine francés, Truffaut cuestionó al “cinéma de qualité” y, en respuesta a esa tradición encorsetada, rescató la obra de Jean Renoir y Jean Vigo, y distinguió a Alfred Hitchcock como un artista mayor. Al afirmar que “el travelling es una cuestión moral”, Jean-Luc Godard reflexionó sobre la ética de la cámara, evidenciando el poder y la responsabilidad de los cineastas respecto del manejo de las imágenes, argumentando que aún más importante que lo que la audiencia ve, es cómo el director se lo muestra. Antes que sus colegas franceses, Manny Farber reivindicó la filmografía de Howard Hawks, Raoul Walsh, Preston Sturges, Samuel Fuller y Anthony Mann; en Arte temita contra arte elefante blanco, Farber proclamó que ciertos trabajos considerados clase B (“arte termita”), eran mejores que otros solemnes y pretenciosos (arte elefante blanco”), como La aventura, de Antonioni. Andrew Sarris trasladó a Estados Unidos “la política de los autores” de los Cahiers du Cinéma, divulgó expresiones como “mise-en-scène”, y ubicó en su panteón de dioses a los grandes directores del cine clásico norteamericano (John Ford, Hitchcock, Hawks) y a genios subestimados (Buster Keaton, Orson Welles). Partiendo de un artículo de Jacques Rivette, Serge Daney le dio una nueva dimensión a la palabra “abyección” en El travelling de Kapo, texto elegíaco en el que meditó sobre el cine y su propia vida, la Historia y su historia personal, la moral de las imágenes, la relevancia del tratamiento estético de temas extremos, como la violencia y la muerte, la necesidad de mostrarlos con distancia y pudor debido a sus implicancias éticas, culturales y políticas.
En los últimos treinta años, Jonathan Rosenbaum, Jim Hoberman, Kent Jones y Adrian Martin, entre otros, han hecho méritos suficientes para integrar esa lista célebre. Pero en muchos aspectos, el crítico más importante de los últimos tiempos ha sido David Walsh. Editor de Artes de la World Socialist Web Site, donde ofrece una visión marxista del cine, Walsh es el periodista cultural que mejor explora la relación del cine con el mundo. Ningún otro crítico actual despliega un conocimiento histórico semejante a la hora de analizar una película, en particular, y la carrera de un director, en general, en función de su contexto político, económico y cultural.
David Walsh
 
Esta impresión se potencia al leer The Sky Between the Leaves, una compilación de las críticas de cine, ensayos y entrevistas a directores y colegas, que Walsh realizó entre 1992 y 2012. Esta antología está integrada en su mayoría por textos de la WSWS, el sitio de internet lanzado en febrero de 1998 por el Comité Internacional de la Cuarta Internacional. Pero también contiene piezas escritas entre 1992 y 1996, publicadas en periódicos de The Workers League, la organización predecesora de la actual The Socialist Equality Party. El libro fue lanzado en noviembre de 2013 y todavía no existe una traducción al español. Pero quienes dominen el inglés y prefieran leerlo en su versión original, pueden adquirirlo en Amaon, o a través de la editorial Mehring BooksEn esta última dirección, a su vez, hay un sitio especial dedicado a su publicación, en donde se puede ver una entrevista a su autor, e incluso leer algunos fragmentos de este trabajo.
Síntesis del pensamiento de su autor, The Sky Between the Leaves confirma la capacidad de Walsh para examinar cada film con una meticulosidad casi científica, despojado de la hipérbole y la arbitrariedad que caracterizan a buena parte de la crítica. Walsh no es un teórico estético, no formula conceptos complejos sobre la ontología de la imagen, como Bazin. Tampoco es un estilista como escritor, no posee la prosa original de Farber. Y quizás no tiene el conocimiento enciclopédico de la historia del cine de sus colegas más eminentes. Pero sí es dueño de una perspectiva histórica y social que le permite pensar el cine con una profundidad mayor que la de cualquier crítico que conozca del pasado y del presente. Asimismo, comunica sus ideas con una escritura fluida, que matiza la severidad de sus opiniones con ingenio y humor.
 
León Trotsky

El libro tiene una introducción con una cita inicial de León Trotsky, que refleja la concepción del arte del crítico de la WSWS: "La creación artística es siempre un acto de protesta contra la realidad, consciente o inconsciente, activo o pasivo, optimista o pesimista". Para Walsh, el arte, como la ciencia, es un método para la cognición de la vida, como sostenía otra de sus grandes influencias, el editor y crítico literario Alexander Voronsky, víctima de las purgas estalinistas de 1937. Además de su concepto del cine, Walsh describe su trayectoria personal y política en las últimas dos décadas, y una visión ideológica que rescata el marxismo tradicional y rechaza las corrientes "reaccionarias" y "antimarxistas" de la "Nueva Izquierda" occidental (Escuela de Frankfurt, existencialismo, posmodernismo). Hace hincapié en la necesidad de una crítica que exija un cine socialmente más crítico, con un mayor anclaje en la vida cotidiana de gran parte de la población mundial, ignorada por la mayoría del cine industrial e independiente de todas las latitudes, con excepción del asiático, sobre todo el producido en Irán, China y Taiwán. Asimismo, revela que el título de su libro (El cielo entre las  hojas) proviene de En el hermoso mediodía de 1934, un poema de André Breton. Walsh interpreta ese fragmento como “una referencia a la tentativa de ver a través de los obstáculos más inmediatos hacia una realidad más amplia y brillante”.
Luego del prólogo, el libro está estructurado en cuatro capítulos. El primero presenta una larga lista de críticas, entre las que se destacan las de Detrás de los olivos (1994), de Abbas Kiarostami, La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, Platform (2000), de Jia Zhang-ke, Yi Yi (2000), de Edward Yang, Vals con Bashir (2008), de Ari Folman, y La separación (2011), de Asghar Farhadin. Esta sección incluye además la revisión de clásicos históricos, exhibidos en los últimos años en versiones restauradas, como Senso (1954), de Luchino Visconti, Sed de mal (1958), de Orson Welles, y Apocalyse Now (1979), de Francis Ford Coppola.
Apocalypse Now
 
El segundo capítulo ofrece el comentario de algunos festivales internacionales (Toronto, Vancouver, San Francisco, Buenos Aires). Si bien rescata el trabajo de algunos directores, Walsh cuestiona la mayoría de los films seleccionados, a los que ve como una muestra de la crisis del cine internacional actual, más preocupado por la recepción de los críticos, organizadores, directores y programadores de esos eventos, que por reflejar el estado de las cosas con madurez, talento y sensibilidad. En el tercer tramo hay entrevistas a los críticos Andrew Sarris y Robin Wood, y a los directores Abbas Kiarostami, Jia Zhang-ke y Mike Leigh.
La última parte del libro consiste en un repaso por ensayos y exposiciones brindadas por el escritor en diferentes ciudades (Detroit, Nueva York, Toronto). Aquí sobresale un artículo sobre Roman Polanski, escrito a fines de 2009, cuando el polaco estaba encarcelado en Zurich, y se buscaba su extradición a EE.UU. por la acusación de violación de una adolescente, en Los Angeles, en 1977. Walsh señala la agenda política de las autoridades norteamericanas -y la corrupción de sus pares suizos- de saldar cuentas con Polanski, quien había terminado de rodar El escritor oculto (2010), un thriller con una mirada crítica sobre la invasión de Irak y las agencias de inteligencia de Inglaterra y EE.UU., y donde las similitudes de un personaje con Tony Blair no son meras coincidencias. Walsh añade que los vaivenes de la carrera valiosa de Polanski están íntimamente ligados a sus traumas personales, como el asesinato de Sharon Tate, y fundamentalmente a algunas tragedias del siglo XX, padecidas por el propio director en su infancia, como el nazismo y el Holocausto judío.
Polanski y Ewan McGregor durante
la filmación de El escritor oculto
 
Como apunta Guillermo Zapiola en su reseña del libro para el diario uruguayo El País, Una inteligente mirada sobre el cine desde la izquierda politica, el recurso habitual de Walsh cuando critica una película es partir de ella y luego ubicarla en la trayectoria de su director, como hacían los Cahiers. Así, la crítica de Las reglas del juego (1992), se convierte en un estudio de la carrera de Robert Altman. Pero Walsh expande ese procedimiento: cuando se trata de un film de época, lo explora en función del contexto histórico, político y social que rodea al realizador durante su producción, pero también en relación al contexto de la época en que ese título específico está ambientado. De esa forma, el análisis de Pollock (2000), de Ed Harris, se extiende a una reflexión sobre el ambiente artístico y político neoyorkino de los años cuarenta y cincuenta; el de Pandillas de Nueva York (2002), de Martin Scorsese, se transforma en un panorama de la cultura norteamericana de mediados del siglo XIX; y el de Munich (2005), de Steven Spielberg, se remonta a fines de 1940, para ofrecer un comentario sobre el origen del conflicto palestino-israelí. El resultado suele ser un viaje fascinante e iluminador.
El libro gira alrededor de dos temas. Por un lado, la notoria y progresiva decadencia del cine norteamericano. Una breve recorrida por su historia destaca el valor de lo producido en los años treinta y cuarenta para reflejar los grandes dramas sociales de la época, como el ascenso del fascismo, el stalinismo, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Walsh menciona grandes títulos de Ford, Hawks, Welles, Charles Chaplin, Fritz Lang, Raoul Walsh, Michael Curtiz, John Huston, Billy Wilder y William Wyler, así como las obras de Hitchcock de los cincuenta, y el surgimiento de nuevas figuras en la posguerra (Anthony Mann, Douglas Sirk, Robert Aldrich). Atribuye la capacidad de representar críticamente la realidad social al hecho de que un grupo numeroso de los más prestigiosos directores, guionistas, actores y técnicos de Hollywood, pertenecían a la izquierda.
El ciudadano
 
Walsh no es el único crítico que sabe que el mejor Hollywood fue el del cine clásico, pero sí es uno de los pocos que recuerda que fue el más progresista políticamente. Sostiene que Chaplin, Ford y Welles fueron considerados en su tiempo “figuras de la izquierda”, y que el FBI veía a Ford “como a una especie de subversivo”, alejado de la imagen de reaccionario racista que, curiosamente, algunos intelectuales y artistas progres todavía tienen de él. El periodista de la WSWS cita un fragmento del libro Radical Hollywood: The Untold Story Behind America's Favorite Movies, de Paul Buhle y Dave Wagner, que incluye entre las figuras más o menos radicales a estrellas como Katharine Hepburn, Olivia de Havilland, Rita Hayworth, Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Fredric March, Bette Davis, Lloyd Bridges, John Garfield, Sterling Hayden y Shelley Winters. Asimismo, Walsh subraya la contribución creativa de directores emigrados de Europa, sobre todo Alemania y Hungría, donde los movimientos socialistas jugaron un papel trascendente en las primeras décadas del siglo XX (Erich von Stroheim, Fritz Lang, F. W. Murnau, Joseph von Sternberg, Edgar Ulmer, Ernst Lubitsch, Michael Curtiz, Billy Wilder, Max Ophuls, Jacques Torneur, Otto Preminger y Douglas Sirk, entre otros). 
John Ford
 
En contraste, el crítico trotskista sostiene que no hay una producción cinematográfica reciente que sintetice los problemas que EE.UU. ha enfrentado en la primera década del siglo XXI: “un fraude electoral nacional -o tal vez dos-, un ataque terrorista importante, dos guerras criminales, un gran saqueo de Wall Street, y una crisis financiera masiva”. Tampoco desecha todo lo filmado en los últimos veinte años, ni mucho menos: rescata un puñado de obras, como Morir por un sueño (Gus Vant Sant, 1995), Safe (Todd Haynes, 1995), Buffalo '66 (Vincent Gallo, 1998), The Truman show (Peter Weir, 1998), El informante (Michael Mann, 1999), Land of plenty (Wim Wenders, 2004), Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Buenas noches y buena suerte (George Clooney, 2005), La conspiración (Paul Haggis, 2007), los últimos trabajos de Robert Altman, algunos de Richard Linklater, Wes Anderson, los hermanos Coen, Michael Moore y Alexander Payne, y otros cuyas críticas aparecen en el libro, como La delgada línea roja, Munich, Un plan simple (1998) y Los muchachos no lloran (1999). Pero al compararlos con los clásicos de la época dorada, el declive resulta evidente.  
El otro tema recurrente de The Sky Between the Leaves es lo que su autor percibe como la mayor causa de este derrumbe: el mccarthismo, la persecución anticomunista iniciada a fines de los cuarenta, que anuló la carrera de varios profesionales de la industria. El repaso de ese período histórico tiene un punto culminante en una nota sobre Elia Kazan, posteada en la WSWS en febrero de 1999, poco antes de que la Academia le entregara al realizador un Oscar honorario. El estudio de su filmografía se complementa con una jugosa entrevista a Abraham Polonsky, en la que el director de La fuerza del mal (1948), y víctima de las listas negras, critica con dureza la delación de Kazan, y la decisión de premiar su trayectoria (al abordar este tema, Walsh me hace recordar al decano de la crítica uruguaya, Homero Alsina Thevenet, quien en su libro Listas negras en el cine, también señaló que la caza de brujas había eliminado el cine de denuncia y crítica social, surgido con la posguerra; y su estilo de escritura puntilloso, dosificado con pinceladas de humor, refuerza aún más esa sensación). El comprensible malestar de Walsh hacia Kazan como persona, afecta un poco su juicio sobre el artista: hay una cierta subestimación de sus títulos más logrados (Pánico en las calles, 1950; Un rostro en la muchedumbre, 1957). Pero en el caso de Kazan, quien usó el cine para justificar sus actos (sobre todo en Nido de ratas, 1954), ambas facetas son casi indisolubles. Y en líneas generales, no hay injustica esencial en la detallada evaluación de su trayectoria. 
Homero Alsina Thevenet
 
Walsh vuelve una y otra vez sobre los crímenes del estalinismo, la corrupción y traición del PC norteamericano, los cazadores de brujas, y la complicidad de sus aliados liberales para justificar las purgas y las listas negras. En su opinión, estos eventos traumáticos produjeron un efecto desmoralizante en los artistas, un impacto que perdura en nuestros días, y explica la falta de voluntad para hacer un cine que refleje la crisis social. Pero uno de los aspectos más reconfortantes de Walsh es que es un humanista; no cae en el cinismo ni en el derrotismo, y confía en las posibilidades del ser humano y del lenguaje cinematográfico. A diferencia de Godard, Daney y Susan Sontag, su visión del cine no es nostálgica ni pesimista: “No hay vuelta atrás hacia Ford o Welles. La obra más grande, tenemos confianza, se encuentra en el futuro”. No responsabiliza a los cineastas por la decadencia actual, sino a los acontecimientos históricos. En todo caso, les exige un mayor conocimiento de la historia y contacto con la vida cotidiana, para crear un cine que contribuya “a la causa de liberar a la población mundial de la ignorancia, la explotación y la pobreza”.
Es claro que para Walsh la cultura es fundamental en el desarrollo de una conciencia revolucionaria hacia la sociedad capitalista, y su escritura apunta en esa dirección. Pero no es menos obvio decir que no se necesita ser un marxista para apreciar su trabajo. Su bagaje cultural, su destreza argumentativa y su coherencia, son razones más que suficientes para admirarlo. Es cierto que, a veces, su radicalismo le hace caer en la monserga, pero la contundencia de sus conclusiones no excluye la ambivalencia. Más allá de diferencias ideológicas y estéticas, The Sky Between the Leaves es la obra de un analista riguroso como pocos.
Uno de los aspectos que hacen de este libro un soplo de aire fresco en el panorama actual de la crítica internacional, es la mirada implacable hacia ciertas figuras del cine estadounidense de los últimos cuarenta años y algunos íconos más recientes del posmodernismo. Uno de los mejores tramos de esta colección es el texto demoledor sobre Pandillas de Nueva York, en el que Walsh destroza el reduccionismo histórico de Scorsese: “La idea de que la sociedad americana emergió de la mugre y la violencia demencial ‘en las calles’ es una distorsión reaccionaria y anti-intelectual de la historia. De hecho, Estados Unidos experimentó lo que ahora se conoce como un renacimiento entre 1840 y 1850, cuando figuras como Hawthorne, Poe, Melville, Emerson, Thoreau, Longfellow, Dickinson, Whitman y Stowe produjeron sus obras más influyentes. Esta sola lista, reconociendo el hecho de que muchos de ellos no conocieron el éxito en su momento (o, incluso en el caso de Dickinson, no publicaron sus obras), da testimonio de un alto nivel de cultura y alfabetismo. Fue en esta destacada cultura, influenciada por los pensadores del Iluminismo, la filosofía alemana y el socialismo utópico, donde muchos de los fundamentos ideológicos de la causa del Norte en la Guerra Civil -la Segunda Revolución Norteamericana- fueron cimentados”. 
Pandillas de Nueva York
  
No es extraño que otro de sus blancos sea el realizador que ha generado más literatura en los últimos veinte años: Quentin Tarantino, acaso un heredero de Scorsese, con quien comparte el gusto por una violencia epidérmica, la misantropía, el esteticismo vacío, y una mirada limitada sobre la sociedad y la historia. En su crítica de Kill Bill, Vol. 2 (2004), afirma que el porno-sadismo, la violencia y la venganza que caracterizan a esa película y al resto de la carrera de Tarantino, están relacionados con un fenómeno más amplio en la sociedad norteamericana. Recuerda que, irónicamente, la película se estrenó en EE.UU. el 16 de abril de 2004, menos de dos semanas antes de que se hiciera público el abuso y la tortura de detenidos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. Para Walsh, producciones como Kill Bill, Vol. 2, Pandillas de Nueva York, Río Místico (Clint Eastwood, 2003), y La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), son un reflejo de la atmósfera reaccionaria que envolvió a EE.UU. luego del 11/9. No responsabiliza moralmente a Tarantino ni a los demás cineastas por el estado deteriorado de la sociedad americana, la violencia, la desintegración de sus instituciones o sus problemas económicos. Tampoco dice que Tarantino apoyaba a Bush y la guerra de Irak, sino que esos horrores y la crisis social obnubilan su pensamiento y su trabajo. 
Kill Bill, Vol. 2
 
El reparo de algunos cinéfilos y colegas hacia este crítico es que le impone una agenda ideológica al cine y que, por lo tanto, sus opiniones son previsibles. Lo primero es una falacia: Walsh tiene una mirada política y social, como cualquier otro periodista. En todo caso, su mirada es más explícita y sincera. Pero esa falta de compromisos es lo que lo convierte en una figura más independiente, capaz de formular preguntas al lector y de señalar una crisis cultural cuyas implicancias a otros colegas no les interesa contemplar. Y su desafío al status quo va de la mano de una gran honestidad intelectual, la condición esencial que se debe exigir a un escritor o comunicador, cualquiera sea su inclinación política.
La noción de previsibilidad es falsa o errónea: si hay una repetición en sus textos, un señalamiento insistente acerca de la falta de una perspectiva histórica y artística, la culpa no es suya, sino de la incompetencia de los directores. Pero además, una lectura atenta revela que Walsh es una caja de sorpresas: alguien capaz de reconocer el valor de un film con el que discrepa políticamente, y desechar un bodrio con cuyas intenciones puede estar de acuerdo. Como Trotsky, rechaza la mirada autoritaria de Stalin sobre el arte, su reducción a la propaganda y a un “realismo socialista” que, en palabras del crítico, “tenía poco de realismo y menos de socialista”. Walsh reconoce que una de sus mayores fuentes de inspiración es el Manifiesto por un arte revolucionario e independiente, redactado en 1938 por Trotsky y Breton (aunque el primero pidió que su firma fuera sustituida por la de Diego Rivera). The Sky Between the Leaves demuestra que su escritor aprendió la lección del autor de La revolución permanente.
Para probar este punto, recomiendo leer sus sorprendentes textos posteados en la WSWS sobre los hermanos Dardenne, Pedro Costa, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, Béla Tarr y Michael Haneke. Los fuertes comentarios sobre Operai, contadini (2002), El niño (2005), Caché (2005), Juventude em marcha (2006), y The man from London (2007), obras de directores considerados por críticos de prestigio como los exponentes más progresistas y formalmente radicales del cine contemporáneo, pueden dejar a muchos con la boca abierta. Por supuesto que se trata de opiniones discutibles. Pero no son el resultado del capricho y la pereza de un comentarista poco serio, sino de la convicción de alguien que emite sus juicios con fundamentos. Walsh es un crítico de raza: en su ejercicio del oficio, se ve la intención de desarrollar una teoría personal sobre la historia y estética del cine; pero también una manera de escribir que desafía tanto el gusto del consumidor de cine más trivial y el del periodista de espectáculos más frívolo, como ciertas tendencias de la crítica más culta y refinada. Walsh entiende su trabajo como una forma de oposición al orden social existente y a su cultura, de reclamarle a sus pares que no sean tan complacientes con el cine más ramplón ni con el que se presenta como su alternativa. No es la clase de crítico políticamente correcto, ése al que le gustan las películas que le tienen que gustar y viceversa. Y esa pasión bien argumentada, esa rebeldía ante todo tipo de lugares comunes, es lo que genera el placer y el efecto liberador propio de los grandes representantes históricos de la crítica.
El libro contiene comentarios igualmente provocadores, en el mejor sentido del término. Uno de ellos es una diatriba contra el nuevo paradigma de la crítica y la cinefilia: Jean-Luc Godard. Las palabras lúgubres de Godard sobre el presente y el futuro del cine, su opinión de que este medio expresivo ya no tiene nada que decir sobre el mundo para contribuir a la organización de una sociedad mejor, provocan una boutade gloriosa de Walsh, digna del propio realizador. Luego de mencionar el año de fallecimiento de grandes directores, desde Mizoguchi y Ozu hasta Bergman y Antonioni, el crítico se despacha: “Godard está vivo, pero artísticamente es más o menos un cadáver”.
Para Walsh, un cine comprometido y sin concesiones no es per se un cine valioso. Y mucho menos el que hace alarde de un virtuosismo formal. Prioriza el contenido, el desarrollo convincente de una historia y de sus personajes. Esto no significa que no valore la vocación experimental. Pero destaca el riesgo estético cuando es funcional desde un punto de vista narrativo y expresivo, y no parte de un regodeo arbitrario, un envoltorio audiovisual mediante el cual un cineasta disimula la endeblez de su relato y de sus pretensiones filosóficas.
El libro incluye una nota durísima sobre un tanque de Hollywood, como Titanic (James Cameron, 1997), que en lugar de cuestionar la inteligencia de los espectadores, explora las razones culturales de su éxito de crítica y taquilla; por otro lado, hay una recepción calurosa a Cecil B. Demented (2000), una sátira subversiva y de bajo presupuesto de una figura iconoclasta y transgresora, como Jon Waters. Pero si bien lamenta constantemente la superficialidad del cine comercial estadounidense, Walsh ha mencionado que tiene más esperanzas en el potencial de la industria para hacer un cine poderoso que en una producción independiente bastante autoindulgente. Walsh sabe separar la paja del trigo: distingue lo diferente en medio de la producción industrial, y lo adocenado en el menos convencional.  
Titanic
 
Un buen ejemplo de su falta de prejuicios es la crítica negativa de Elefante (2003), el relato de Gus Van Sant basado en la masacre de Columbine, y la defensa de Munich, el thriller político de Spielberg que recrea las acciones de un grupo de agentes de la Mossad contratados para matar a los líderes palestinos presuntamente responsables del secuestro de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de 1972, que culminó con la muerte de once de ellos. El reparo a una obra experimental de un director irregular, pero personal y emblemático de lo mejor de la escena independiente en el comienzo de su carrera (Marginados, 1989; Mi mundo privado, 1991), y el elogio hacia el hombre más poderoso de la industria, visto por muchos simplemente como un hábil artesano hollywoodense, es otra demostración de la mente abierta de este crítico. Pero este dato es, además, una muestra de su consistencia: en medio de la fascinación de buena parte del cine y la cultura pop norteamericana con la venganza, Spielberg es uno de los pocos realizadores que la ha cuestionado como instrumento de justicia y lucha política.  
Munich
 
En ese sentido, su artículo sobre Munich es particularmente incisivo. Walsh no deja de poner reparos a cualquier película, incluso a las que más valora, y Munich no es la excepción. En este caso, cuestiona la falta de referencias a los orígenes del Estado de Israel y a la sugerencia de que la historia de violencia en esa zona comenzó en 1972. Pero en última instancia destaca a una obra políticamente jugada, por la cual Spielberg y su guionista Tony Kuschner recibieron ataques de grupos de derecha y medios de prensa sionistas en EE.UU. e Israel, pero también de críticos árabes e izquierdistas.
Walsh reflexiona con lucidez: “En un sentido doloroso, tanto los israelíes como los palestinos son víctimas de la historia, víctimas del siglo XX y sus esperanzas frustradas”. Rescata el talento y coraje de Spielberg para retratar el creciente conflicto moral y la angustia de los agentes israelíes, cuestionar la decisión del Estado israelí de responder golpe por golpe a los atentados palestinos, y criticar oblicuamente la política exterior del gobierno de George W. Bush. Y capta el mayor logro del film con la siguiente línea: “Munich, quizás inadvertidamente, apunta a la ruina del terrorismo como método de lucha de los oprimidos”.
La erudición desplegada por Walsh no implica que uno siempre esté de acuerdo con él. Me resulta excesiva su valoración de Robert Altman, y sobre todo de Mike Leigh, a quien considera el director británico más importante del cine contemporáneo, una definición que le cabe mejor a Terence Davies, un realizador también muy respetado por este crítico, como se puede ver en su nota laudatoria de Del Tiempo y la Ciudad (2008), incluida en el libro, o en sus alusiones a The House of Mirth (2000), durante la entrevista a Robin Wood. Quizás mi mayor discrepancia con esta antología es el texto favorable sobre Fahrenheit 9/11 (2004), el mejor documental de Michael Moore, pero lastrado por sus típicos defectos (el subrayado, el golpe bajo, la autocomplacencia). Esta es una de las pocas veces en las que entiendo que el crítico de la WSWS priorizó las implicancias ideológicas de un film a su relevancia artística e intelectual.  
Fahrenheit 9/11
 
Es verdad que Walsh se preguntaba a esa altura si Moore era un director realmente comprometido, o un demagogo populista. Pero había suficiente evidencia en Bowling for Columbine (2002) de que el oriundo de Flint estaba más cerca del charlatán oportunista que del artista integral: las escenas en un local de KMart con dos estudiantes heridos en dicho colegio con balas compradas en uno de esos supermercados, y la manipulada entrevista a Charlon Heston, entonces presidente y vocero de la NRA (Asociación Nacional del Rifle), eran penosas. El compromiso de un director con la realidad es importante, pero también lo es el manejo de su herramienta expresiva. Y en esos momentos, Moore se mostraba como un cineasta deshonesto. De todas formas, con sus fuertes críticas en la WSWS hacia Sicko (2007) y Capitalism: A Love Story (2009), las producciones posteriores y más flojas de Moore, Walsh demostró su capacidad de autocrítica. Y su vuelo como argumentista es tan alto que incluso sus evaluaciones más discutibles estimulan la reflexión, y obligan a quien no las comparte a realizar un esfuerzo argumentativo para refutar sus conceptos.
Un reparo menor tiene que ver con la selección de reseñas de películas olvidables e insignificantes, como Melinda y Melinda (2004), de Woody Allen, y Anónimo (2011), de Roland Emmerich. Los lectores habituales de Walsh probablemente lamenten la ausencia de grandes piezas sobre obras y directores más interesantes: su análisis de la filmografía de Robert Bresson, posteado después de la muerte del maestro francés; el repaso por la carrera de Hou Hsiao-hsien, durante su visita al Bafici; sus críticas de La Pandilla Newton (Richard Linklater, 1998), Ojos bien cerrados (Stanley Kubrick, 1999), Hamlet (Michael Almereyda, 2000), El silencio de Lorna (Jean-Pierre y Luc Dardenne, 2008), y su entrevista a Jafar Panahi, acerca de Sangre y Oro (2003). De todas formas, se puede acceder a esos textos en la WSWS. Y teniendo en cuenta la enorme cantidad de material que ha escrito para ese sitio en los últimos quince años, uno espera que ésta no sea su última colección.
Ojalá The Sky Between the Leaves reciba la difusión que se merece por parte de los colegas de Walsh y de los medios masivos de comunicación. De esa forma, una versión traducida al español podría llegar a esta región. Pocos críticos escriben como Walsh, y la lectura de su trabajo es esencial, como afirman Andrew Sarris, Jonathan Rosenbaum, Tony Williams y Joseph McBride en la contratapa del libro. Su contenido está a la altura de la ambiciosa premisa implícita en el título.


Nota: aquí se puede ver una versión más corta y traducida de este texto, posteada por la World Socialist Web Site, el 19 de febrero del corriente. La misma pieza también se puede leer acá, en el sitio especial dedicado por la editorial de la WSWS, Mehring Books, a la publicación de este libro.