Por Marcelo Arias Souto
Desde el
inicio de su carrera, la exploración del tiempo ha sido uno de los temas
fundamentales del cine de Richard Linklater. Por un lado, el efecto que el paso
del tiempo ejerce en las personas y las relaciones humanas: en nuestros
cuerpos, emociones y visión de las cosas; pero también el tiempo como una de
las propiedades esenciales del lenguaje cinematográfico: su control, su manipulación, su percepción. Slacker
(1991), Rebeldes y confundidos (1993), y SubUrbia (1996) se desarrollan en
un solo día. La hora y media de Tape
(2001) transcurre en tiempo real, con tres personajes, en una habitación de
hotel. Y esa restricción temporal a algunas horas de una misma jornada también
caracteriza a la trilogía conformada por Antes
del amanecer (1995), Antes del
atardecer (2004) y Antes de la
medianoche (2013), donde Linklater retrata la evolución de una pareja, Jesse
(Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), durante un período de dieciocho años. La
historia de Boyhood, momentos de una vida
(2014) se extiende a lo largo de doce años. Pero la forma en que está contada
representa la muestra más radical -y acaso una culminación- del interés de
Linklater por manejar el tiempo y captar su impacto en nuestras vidas.
El rodaje inusual de Boyhood ya es bastante conocido en el mundillo de la cinefilia. Linklater
comentó que quería hacer una película sobre la infancia, pero a diferencia de,
digamos, Los 400 golpes, no
encontraba un lapso específico para expresar sus recuerdos y emociones sobre
esa etapa de la vida. Como sus ideas estaban desperdigadas en varios momentos,
se le ocurrió una solución ambiciosa, poco práctica y casi sin precedentes para
retratar todo el proceso de maduración de una persona: usando un mismo elenco
(que contribuyó con el guión), el escritor y director filmó escenas desde julio
de 2002 hasta octubre de 2013. Con un presupuesto bajo, enfrentando diversos
problemas de agenda y logística, Linklater rodó tres o cuatro días cada año,
completando un total de treinta y nueve días de filmación durante esa docena de
temporadas, acumulando además un año de preproducción y dos de posproducción.
Su último opus sigue
entonces el crecimiento de Mason Jr. (Ellar Coltrane) desde los seis años hasta
los dieciocho, cubriendo el sistema de educación pública estadounidense, desde
el comienzo del colegio primario hasta el final del secundario. Durante las dos
horas y cuarenta cinco minutos de metraje, somos testigos de cómo Mason forja
su identidad en el seno de una familia de medio pelo de Texas: sus primeros
encuentros con chicas, los amigos, las alegrías y conflictos de la
adolescencia. Pero Boyhood se podría
haber titulado Familyhood, pues también asistimos al proceso de la evolución de
su hermana, Samantha (Lorelei Linklater, la hija mayor del director), y de sus padres
divorciados, Olivia (Patricia Arquette) y Mason Sr. (Ethan Hawke).
Boyhood es lo
que en inglés se denomina una “coming-of-age”, es decir, el relato del
crecimiento físico y afectivo de un niño o adolescente. Pero curiosamente
también es una combinación de varios géneros del cine clásico norteamericano:
una “americana”, o sea, un film que muestra la vida en las pequeñas ciudades y
los pueblos de Estados Unidos; un drama doméstico matizado con varios momentos
de humor y hasta pasos de comedia; una “road movie” que sigue el constante
desplazamiento de los personajes por varias regiones de Texas y se va
impregnando del espíritu libertario del cine de carreteras; y hasta un coqueteo
con el western en un final que ubica al protagonista y a una joven en el
monumental paisaje de Big Bend (un parque situado en el sur de ese estado), como
en un clásico del oeste de John Ford o Howard Hawks, contemplando una puesta de
sol, como Jesse y Celine lo hacían en París, en Antes del atardecer, o en Grecia, en Antes de la medianoche, nueve años después.
Lo de Linklater no es un mero ejercicio experimental
ni una arbitrariedad narrativa. Su film no pretende enfocar la
atención del espectador en su hazaña de producción. Por el contrario, conecta
cada episodio mediante transiciones cada vez más sutiles, dejando que uno perciba la progresión a través de la transformación física (los
estirones de los chicos, el envejecimiento de los padres, el tono de voz, los
cortes de pelo), algunos hechos históricos, avances tecnológicos y guiños
culturales. Así, Linklater refleja el paso casi imperceptible pero inexorable
del tiempo. Cuando un personaje que conoció a Mason en su infancia, se asombra
al verlo convertido en un joven adulto de diecisiete años, comparte nuestra
sensación de rapidez con que transcurre la vida, reforzada aquí por el hecho de
que hemos visto ese crecimiento en una sola ficción, en la que el protagonista (interpretado
por el mismo actor de principio a fin) era una criatura apenas ciento cincuenta
minutos antes.
Linklater refleja la fragilidad de la memoria y la naturaleza efímera de las cosas a través de algunas metáforas visuales: la imagen de Mason contemplando un pájaro muerto que había enterrado, como primer contacto y comienzo de la toma de conciencia de la mortalidad; la escena en que el chico oculta con pintura blanca las marcas de colores que señalaban el aumento de su altura y el de su hermana; y unos años después, tras una mágica acampada nocturna en el bosque con su padre, el momento en que el protagonista orina sobre las cenizas de la fogata que alumbró la conversación de la noche anterior, eliminando el rastro material de su existencia.
Más que
contarnos la historia de Mason, Linklater nos presenta su vida a través de
pequeños momentos. Empleando grandes y notables elipsis, el director evita los clichés de este tipo de relatos (el primer beso, la pérdida de
la virginidad, una ruptura amorosa, el baile de graduación), concentrándose en
instantes íntimos, en apariencia intrascendentes, pero llenos de significado:
la breve despedida de un amigo, quien lo saluda de pasada, andando en
bicicleta; la asunción de la imposibilidad de una reconciliación de sus progenitores
cuando observa con su hermana desde una ventana la ruptura definitiva; el
conocimiento de sus compañeros a partir del intercambio de miradas y notas
cada vez que cambia de colegio; un diálogo con su padre acerca de la (no)
existencia de elfos y magia en el mundo; el descubrimiento e interés creciente
en el sexo opuesto, sobre todo a partir de una charla con una compañera de
instituto, en un magistral plano secuencia de dos minutos, en el que ambos
divagan plácidamente sobre gustos literarios y ciudades texanas como horizontes
cosmopolitas.
Ese despojamiento de efectismos, golpes bajos, truculencias y vueltas de tuerca forzadas puede resultar desconcertante. Linklater desafía deliberadamente la sordidez, la abyección y los lugares comunes del cine industrial (e independiente) más adocenado, y las expectativas de audiencias condicionadas por sus peores recursos y manipulaciones. Cuando Mason es acosado por un par de bravucones en el baño del colegio, juega al tiro al blanco con un objeto punzante, o mira el celular de su novia mientras maneja, más de un espectador piensa que va a suceder algo terrible. Pero en Boyhood no hay estallidos de violencia gratuitos ni accidentes absurdos. Tampoco muere un personaje (ni siquiera una mascota del niño). Linklater entiende que la vida cotidiana es lo suficientemente interesante como para recurrir a falsedades o crueldades innecesarias para captar nuestra atención.
Ese despojamiento de efectismos, golpes bajos, truculencias y vueltas de tuerca forzadas puede resultar desconcertante. Linklater desafía deliberadamente la sordidez, la abyección y los lugares comunes del cine industrial (e independiente) más adocenado, y las expectativas de audiencias condicionadas por sus peores recursos y manipulaciones. Cuando Mason es acosado por un par de bravucones en el baño del colegio, juega al tiro al blanco con un objeto punzante, o mira el celular de su novia mientras maneja, más de un espectador piensa que va a suceder algo terrible. Pero en Boyhood no hay estallidos de violencia gratuitos ni accidentes absurdos. Tampoco muere un personaje (ni siquiera una mascota del niño). Linklater entiende que la vida cotidiana es lo suficientemente interesante como para recurrir a falsedades o crueldades innecesarias para captar nuestra atención.
Si bien el
relato gira alrededor de Mason y los hechos son presentados a través de su
punto de vista, Linklater expande la mirada a sus jóvenes padres,
quienes maduran intelectual y afectivamente a la par de sus niños. En gran
medida, el núcleo de Boyhood reside
en Olivia, una madre que educa, convive y finalmente ve marchar a sus hijos. Figura
casi trágica por su falta de criterio a la hora de elegir nuevas parejas y por
su incapacidad para tomar decisiones convenientes para su felicidad a largo
plazo, Olivia es una heroína por su resistencia y compromiso con Mason y
Samantha. Desde su temprana discusión con un novio egoísta que se queja por su elección
de quedarse con sus pequeños en lugar de acompañarlo en una cita, Arquette está
sublime como esa mujer de clase trabajadora que lucha contra la pobreza, decide
mudarse para terminar sus estudios de psicología y dar un futuro mejor a su
familia.
Generalmente, Linklater describe el estoicismo de Olivia con pinceladas delicadas, como el travelling lateral que deja atrás la humilde casa que la ha llevado a la penuria económica; y hace lo propio con su pesar por el alejamiento gradual de Mason y Samantha con un plano quieto y distante, que la muestra con la mirada perdida y la cabeza gacha, dejando vacío el cuadro, cuando ambos se marchan con su padre y su nueva esposa para festejar el quinceavo cumpleaños del protagonista. Linklater ha manifestado su admiración por Carl Dreyer y Robert Bresson (en It’s Impossible to Learn to Plow by Reading Books [1988] se ve un fragmento de Gertrud [1964]). Como apunta Gabe Klinger en su artículo para la revista canadiense Cinema Scope, cuando Olivia se quiebra emocionalmente cerca del final, el personaje de Arquette alcanza una dimensión, un grado de “pureza santa” digno de algunos personajes femeninos de esos maestros europeos.
Menos fuerza dramática pero igual interés existe en la trayectoria del padre de Mason: un adulto-niño que ha abandonado a su familia, se ha ido a Alaska para “tomarse un tiempo” y dedicarse a la música. Padre canchero, irresponsable, sin trabajo estable, que maneja un Pontiac GTO y vuelve con el deseo de reconstruir su matrimonio -rápidamente rechazado por Olivia-, el personaje de Hawke demuestra, empero, un cariño genuino por sus hijos y un interés creciente por involucrarse en su formación. Mientras los lleva a un partido de béisbol, se queja por las respuestas monosilábicas de Mason y Samantha, y les reclama una verdadera comunicación; sus hijos le hacen entender que esa interacción debe surgir sin apuros, con mayor naturalidad, y el papá aprende la lección. A la vuelta del partido, canta una canción que alude a su situación y expresa sus sentimientos, ante la mirada atenta de los adolescentes. Unos años después, en una de las secuencias más espontáneas y graciosas, padre e hija tiene una charla embarazosa sobre métodos anticonceptivos; Hawke les dice a Mason y Samantha que hubiese deseado ser un mejor padre y que espera que ellos aprendan de sus errores. A esa altura, uno siente que el personaje está siendo honesto.
Interpretado con la frescura habitual de Hawke cada
vez que trabaja para Linklater (su álter ego, luego de ocho film juntos), su
personaje tiene inicialmente mucho del tío Pete, el personaje liberal y
anti-sistema que el propio Hawke encarnó en Fast
Food Nation (2006), una representación dramática de Linklater del libro
homónimo de no ficción de Eric Schlosser sobre la industria de la comida rápida
y sus efectos negativos. Mason Sr. despotrica contra la guerra de Irak y,
luego de preguntar a su hijo a quién votaría en las elecciones de 2004 si fuera
mayor de edad, le dice: “A cualquiera menos a Bush”. Sin embargo, gradualmente renuncia
a sus sueños de juventud y acepta ciertas responsabilidades paternas: vende su
preciado auto, consigue empleo en una aseguradora y forma una nueva familia.
Este ascenso (o descenso) a la respetabilidad resulta previsible, y probablemente
el Linklater de los años 90 lo vería con cierta decepción. Pero ese desarrollo luce
genuino. Como en Antes de la medianoche -la tercera entrega de su otro proyecto de vida, estrenada curiosamente un año
antes que Boyhood-, el Linklater de
los 2000 ha comenzado a retratar los placeres, frustraciones y resignaciones
parciales asumidas por sus personajes cuarentones en la vida doméstica. Pero
los observa con la misma comprensión y ternura que a sus jóvenes rebeldes.
De manera consciente o
no, Boyhood nos hace pensar en la
fragilidad de las relaciones de pareja y pone en cuestión la vigencia de una
familia tradicional. Olivia le dice a su hijo: “He pasado la mitad de mi vida
adquiriendo estas porquerías y ahora pasaré la otra mitad sacándomelas de
encima”. Cuando Mason le pregunta de qué habla, su madre le contesta: “Me quité
de encima a un par de esposos, ahora le toca a la hipoteca, el mantenimiento,
las baratijas, el seguro de propietarios, los impuestos a la propiedad, las
cañerías …”. Las vivencias de Olivia remiten una vez más a Gertrud, quien
abandona a su esposo y amante para iniciar una vida en soledad. En un ambiente
burgués en el que predominan las relaciones frías y las convenciones sociales,
la búsqueda de verdad y amor de Gertrud es una nota discordante, y su
decisión final supone un acto de rebelión en un mundo donde reina la
hipocresía. Boyhood no ofrece una
visión tan aguda y crítica de la sociedad moderna. Pero el derrotero afectivo
de Olivia, su regreso a la independencia luego de varias relaciones frustradas,
plantea las mismas dudas e interrogantes, propone una reflexión similar sobre
la conveniencia de una relación heterodoxa en el mundo actual.
La mayoría de los films de Linklater se centran en personajes masculinos. De todos ellos, Boyhood quizás sea el más crítico de la masculinidad, sus rituales y conductas. Linklater explora con ambivalencia y cierta contradicción el estilo de vida inicial del padre de Mason y su posterior conversión en un hombre que sienta cabeza: celebración de la libertad y cuestionamiento de la falta de responsabilidad del Hawke independiente; aprecio por la mayor responsabilidad y cierto lamento por la transigencia del padre estable. Pero en ese hombre de familia todavía hay rastros del joven inmaduro. En la fiesta casera que Olivia organiza para celebrar la graduación de Mason, se produce el único encuentro en el que escuchamos un verdadero diálogo entre padre y madre (el primero termina con una discusión que no oímos; y el segundo -que ubica a ambos con otras parejas- se limita a un breve saludo). La escena es conmovedora porque Hawke reconoce y agradece el esfuerzo de Arquette para criar a sus hijos. Pero de pronto hay un giro inesperado y ácido: Mason Sr. ofrece darle dinero a su ex mujer por los gastos de la fiesta pero se da cuenta de que su billetera está vacía. La expresión de Olivia combina la resignación por la falta de suficiente apoyo económico de su ex marido, con el alivio de que, pese a todo, es un buen padre y una mejor influencia que la que Mason y Samantha tuvieron que soportar en el pasado. En ese sentido, Boyhood funciona como una crítica afectuosa de la masculinidad y un tributo crítico de la maternidad.
Los padrastros circunstanciales de Mason representan cierto tipo de hombre adulto norteamericano, particularmente texano (aunque no son personajes esquemáticos, sino seres de carne y hueso gracias a la compasión de Linklater). El segundo esposo de Olivia, el Dr. Bill Welbock (Marco Perella), profesor de ella en la universidad, es un tipo de clase media alta, que termina resultando un borracho, un esposo y padrastro violento y abusivo. Luego, Olivia es la profesora y es ella quien elige como nueva pareja a uno de sus alumnos, Jim (Brad Hawkins), un veterano de Irak, ex marine de clase obrera de regreso al país, que trabaja como guardia de prisión, y también revela un costado intolerante, una frustración por su situación económica. A esta galería de personajes masculinos opresivos se suma el profesor Turlington (Tom McTigue), un docente de fotografía. Turlington le recrimina a Mason que no haga sus tareas por estar en el cuarto de revelado, y le da un sermón sobre la importancia de complementar el talento natural con disciplina, compromiso y ética de trabajo para sobresalir en un mundo competitivo. “¿Quién quieres ser, Mason?, ¿Qué quieres hacer?”, le pregunta. “Quiero sacar fotos. Hacer arte”, contesta el joven, sugiriendo que no ve la fotografía como una profesión, sino como un instrumento de expresión en un mundo lleno de hombres autoritarios. Por eso, en lugar de obedecer la tarea de registrar las jugadas de un partido de fútbol norteamericano que le asigna su profesor, se dedica a fotografiar lo que rodea al campo y al juego (una declaración de principios del propio Linklater sobre su cine, que prefiere evitar la espectacularidad para fijarse en los detalles que a menudo pasan desapercibidos). Asimismo, en su primer trabajo, Mason tiene un jefe (Richard Robichaux) con características similares, aunque más benigno, que Linklater usa para aportar una cuota de comicidad.
La oposición
de Mason a toda forma de autoritarismo es uno de los temas principales de Boyhood, como en el resto del cine de
Linklater; una actitud con valores libertarios manifestados desde el arranque
de su filmografía mediante el veterano anarquista de Slacker. Mason es un típico protagonista linklateriano. Al comienzo, tirado en el césped, mirando el cielo, parece una
versión infantil de los soñadores de Despertando
a la vida (2001). Poco después, es un niño introvertido, retraído, que construye
una coraza para protegerse de su compleja situación familiar. Al promediar la adolescencia, encuentra en el arte una forma de refugio y escape de esa realidad asfixiante. Cuando lo vemos en una fiesta con la que será su primera
novia formal, Sheena (Zoe Graham), el protagonista ya es un hermano de sangre de
Wiley Wiggings, el actor que interpreta al personaje central de Rebeldes y confundidos. Finalmente, Mason deviene en un proto-slacker, un ser aparentemente apático, abúlico, pero que contiene
en su interior una pasión, creatividad y curiosidad por el mundo que afloran ante el menor estímulo o provocación. Inevitablemente, esa postura contestataria e inconformista lo hace chocar de forma sistemática con los personajes que pretenden domesticar su visión de la vida y su búsqueda alternativa de realización personal.
En la trayectoria de un verdadero autor como Linklater, ésta
es posiblemente su película más autobiográfica, junto a Rebeldes y confundidos. El director nació en Houston, en un
ambiente de clase media baja, criado por una madre que enseñó psicología (como la mamá de Arquette), y constituye un claro modelo de Olivia. Por eso, las limitaciones económicas de la familia que vemos en la pantalla
están representadas tan vívidamente. Asimismo, Mason Sr. tiene puntos de
contacto con los padres de Linklater y Hawke: hombres que se divorciaron de la
madre de ambos, formaron un segundo matrimonio estable y trabajaron como agentes de
seguros. Boyhood
es un casi un film casero: más allá de datos menores (el GTO que maneja Hawke es
propiedad del propio Linklater), la elección de Lorelei para el papel de
Samantha y una breve aparición de sus dos hijas gemelas menores, Alina y
Charlotte, refuerzan esa impresión de álbum familiar. Cuando Samantha despierta
y molesta a su hermano cantando una canción de Britney Spears para delicia del
espectador, uno imagina que Linklater echó mano a alguna versión doméstica real
de la propia Lorelei.
Uno de los aspectos más
fascinantes es el límite cada vez más difuso entre ficción y documental. Cuando
Mason apunta su lente hacia la cámara, o Linklater rompe la cuarta pared
en el plano final, estamos ante una obra en la que el arte imita a la realidad
y viceversa; una nueva muestra de aquella máxima que dice que “una película es
siempre el documental de su propio rodaje”. Desde la concepción del proyecto,
la intención de Linklater era que la trayectoria de su protagonista siguiera la
de Coltrane, que Mason fuera la suma de sus ideas originales sobre el personaje
y la persona en que se convertía el actor. Uno de los mejores ejemplos es la
diatriba de Mason contra Facebook cuando viaja con su novia hacia Austin, un
diálogo que Linklater escribió en base a la opinión de su intérprete. Por si
fuera poco, el gusto de Coltrane por la fotografía fue estimulado por el
trabajo de Matt Lankes, el fotógrafo del set de filmación. La frontera entre protagonista
y actor se fue desvaneciendo a medida que avanzó la historia y su rodaje. Y en otro
nivel, la evolución de Mason/Coltrane también remite a la de Linklater: un fotógrafo
y escritor durante su adolescencia, trabajador en una plataforma petrolera más
tarde, convertido a la postre en un cineasta autodidacta.
Boyhood también
se transformó en un film de época, rodado en tiempo presente; una épica
intimista que muestra la vida ordinaria de sus personajes, sin perder de vista
grandes eventos que sacudieron esa realidad. Linklater entiende que no
sólo somos el producto de nuestros genes y la educación de nuestros padres,
sino el resultado del ambiente que nos rodea, el período histórico en que
vivimos. Su trabajo constituye una crónica del contexto social (político,
económico, cultural y tecnológico) de los Estados Unidos luego del 11/9, con
una mirada lúcida sobre Bush y la invasión militar en Irak (sin la ventaja de
la perspectiva histórica, sino a medida que esos hechos se producían). Cuando
Jim habla de su experiencia en ese país y una colega de Olivia le pregunta qué
piensan los iraquíes sobre la causa de la presencia del ejército
norteamericano, el ex marine contesta: “Petróleo. Lisa y llanamente”.
La esperanza de “cambio” de Obama también recibe
algunos dardos certeros. Hawke hace que sus hijos pongan letreros del candidato
demócrata para la elección de 2008 y se lleven los del republicano McCain; Mason le pregunta a alguien si puede poner un cartel frente a su hogar, pero el
vecino -un reaccionario racista con una bandera confederada en la entrada de su
casa- le responde “¿Tengo aspecto de apoyar a Barack Hussein Obama? Vete.
Podría dispararte.” Sin embargo, la mayoría de los críticos no detectaron que
más punzante aún es el entusiasmo irreflexivo de una fan del político afroamericano. En el último
episodio, a su vez, un comentario de Mason alude al espionaje de la NSA, revelado
por Edward Snowden. La observación del zeitgeist no incluye al
movimiento Occupy, pero los problemas económicos que atoran a Olivia hasta
último momento hablan del fracaso de la presidencia de Obama y la persistencia
de la crisis económico-financiera que estalló en 2008. Por la marcha de sus hijos, Olivia decide mudarse por
enésima vez; pero el hecho de que termine
viviendo en un apartamento más pequeño que el hogar del comienzo habla del deterioro
de la clase media estadounidense. Linklater integra ese contexto de manera
fluida y orgánica a la acción, sin caer en panfletos ni subrayados.
Como señala Manuel Yañez
Murillo en su exhaustiva crítica para Transit, las referencias históricas han
llevado a describir a Boyhood como
una cápsula del tiempo. Pero el crítico español agrega sagazmente: “… me parece más sugerente afrontar el desafiante ejercicio de memoria
personal que nos propone la película: ¿dónde estábamos en el año 2002, al
principio del camino, en relación al lugar (vital) que ocupamos ahora, en 2014?”
Este aspecto es lo que hace que el film no se agote en una primera visión, que
su contenido hable tanto del pasado como del presente y el futuro, y que,
eventualmente, lejos de convertirse en una experiencia anacrónica, su
resonancia crezca con el paso de los años.
El
discurso ideológico de Linklater no lo hace caer en el cinismo, el trazo grueso
o la caricatura. Uno de los pasajes más sorprendentes de Boyhood es la visita del protagonista a la casa de sus nuevos
abuelos políticos, una pareja de cristianos, que le regalan a Mason una Biblia
y un rifle de caza por su cumpleaños (un episodio basado en la vida de
Linklater, quien recibió los mismos obsequios cuando tenía trece años, y al que
describe como su “redneck Bar Mitzvah”). Pero lo notable es que no hay aquí rastros
de burla hacia esos habitantes de la América profunda, religiosa y
conservadora, una tentación que no habrían evitado directores como
los hermanos Coen o Todd Solondz. Boyhood
pone en escena las contradicciones texanas, contrasta la mayoría conservadora del estado -en
donde los niños hacen el juramento a la bandera de Texas- con su franja más progresista, representada por los padres de Mason (y Linklater). La nueva familia
del padre de Mason refleja la realidad de una región en la que seres con
diferentes visiones de la sociedad viven armoniosamente bajo un mismo techo. El respeto hacia el diferente es una nueva
muestra del humanismo de Linklater, quien parece decir, como Jean Renoir, que
“todo el mundo tiene sus razones”. Al
igual que Bernie (2011), Boyhood es en parte una celebración de un
lugar que el realizador conoce como la palma de su mano.
Más que un narrador de historias, Linklater es un
cineasta interesado en la descripción de personajes, situaciones y ambientes, con
un gran oído para los diálogos y un estilo naturalista. Esa vocación
contemplativa es uno de los elementos esenciales que lo acercan a su amigo y
admirado James Benning, una relación retratada por Gabe Klinger en su
documental sobre ambos directores (Double
Play: James Benning and Richard Linklater [2013]). Los mejores tramos de Boyhood son los dominados por la
inacción, momentos casi anti-narrativos: el campamento, donde el padre aconseja a su
hijo sobre cómo cortejar a las chicas, y ambos hacen bromas (más oportunas que
nunca) sobre una hipotética secuela de Star
Wars; una acampada en una casa en construcción con compañeros y muchachos
mayores, que deriva en las típicas groserías, los chistes
homofóbicos y las mentiras juveniles sobre las primeras experiencias
sexuales (en menor medida, otro cuestionamiento a la cultura masculina); el
largo viaje hacia la casa de los nuevos suegros del padre de Mason, donde su
padre le regala el “álbum negro” de los Beatles, una compilación de los temas
de John, Paul, George y Ringo como solistas, tras la ruptura del grupo; la toma
que sigue el recorrido de una piedra arrojada por Hawke en un lago (una
metáfora del laborioso, paciente proceso de rodaje).
En la
misma línea, los peores fragmentos son los más narrativos, sobre todo el hilo
argumental que retrata el creciente alcoholismo del segundo marido de Olivia: momentos
forzados, sobreactuados, melodramáticos, que desentonan con la naturaleza
diáfana del resto del relato, y amenazan con romper la noción de realismo. En esas escenas,
el concepto del film atenta contra sí mismo: el realismo cinematográfico
necesita un desarrollo de personajes y situaciones difíciles de desplegar en
los menos de quince minutos que Linklater tenía para resolver cada episodio. Ese
realismo también debía sostenerse con la puesta en escena (un fuera de cuadro,
un travelling de alejamiento, un salto temporal). Linklater lo comprendió y por
eso resuelve elípticamente la ruptura de Olivia con el veterano de Irak, sin mayores
explicaciones ni psicologismos.
Entre los reparos hay que agregar una subtrama que involucra
a un inmigrante mexicano (Roland Ruiz), un plomero que luego aparece como gerente de un
restaurante y agradece a Olivia el consejo de que siguiera estudiando. Es un instante complaciente, como si Olivia necesitara de ese gesto para ser redimida; una macha de sentimentalismo edificante que sugiere la noción ilusoria
de que cualquier persona es capaz de alcanzar el sueño americano. Por suerte, lo que predomina en Boyhood es la sobriedad actoral, la descripción imperturbable de
vidas corrientes, el vuelo creativo para que la belleza, el drama y la emoción
se filtren discreta, silenciosamente, mediante detalles mundanos que se hacen
relevantes con el transcurso del tiempo. A pesar de esos defectos, el interés de Linklater por la poesía de la vida cotidiana también encuentra aquí su mayor expresión.
La brillantez formal de Linklater radica en la simplicidad y el refinamiento de su estilo, sobre todo para conectar un episodio y otro: en un plano vemos a Mason sacando fotos; en el siguiente, el joven las está revelando, un año después. En un par de imágenes, casi sin solución de continuidad, el director nos ha ubicado en la nueva fase de crecimiento de su protagonista. Pero además del manejo del tiempo, hay un trabajo interesante con el espacio
cinematográfico. Durante los primeros años hay movimientos rápidos de
cámara, que acompañan los juegos y corridas del niño. A medida que el
pequeño crece y se sosiega, la puesta en escena se vuelve más naturalista, con una cámara que por momentos se hace
invisible, limitándose a seguir a los personajes como si fuera una mosca en la
pared, con planos fijos y distantes. El uso inicial de planos breves y cerrados
deja paso a una extensión temporal y espacial de las tomas, que reflejan la
forma en que el mundo de Mason se expande, hasta culminar en el imponente Big Bend. Allí, Linklater no se distrae con alardes esteticistas, su cámara
no atrae la atención hacia sí misma; por el contrario, busca un
efecto expresivo con el encuadre de los cuerpos en la inmensidad y belleza del paisaje.
Del mismo modo, cuando apela al travelling, lo hace para captar la intimidad de
dos personas que caminan y hablan, transmitiendo su estado de ánimo no sólo por
lo que dicen, sino por cómo habitan ese espacio. Un diálogo de Mason y Nicole (Jessi Mechler), la compañera que acaba de conocer en la universidad, es registrado con otro fluido
plano secuencia, como los que siguen las caminatas en la trilogía de Jesse y
Celine.
Linklater
quería que Boyhood fuera una serie de recuerdos, que su visión se sintiera como un ejercicio de memoria. Ello explica el registro casi documental de un par de eventos reales, como el lanzamiento de Harry Potter y el misterio del príncipe,
al que Mason, Samantha y sus hermanastros concurren vestidos como los
personajes de esa serie de libros de J. K. Rowling. El segundo es
un partido de los Astros de Huston, con el legendario Roger Clemens, donde de pronto un verdadero home run ocurre
en el medio del cuadro. En este caso, se puede decir que el azar (o los dioses
del cine y el béisbol) estuvo del lado del director. Pero esa secuencia también
revela la sabiduría para aprovechar lo aleatorio: la intuición, voluntad y
capacidad de crear condiciones para captar situaciones extraordinarias que
suceden de forma imprevisible.
La música juega un papel relevante en un par de
niveles. Por un lado, Linklater utiliza temas populares de la última década
(desde Yellow, de Coldplay, hasta Deep Blue, de Arcade Fire) como referentes históricos,
indicadores temporales. Pero conforme avanza el relato, la música que suena es
diegética, incidental: proviene de una radio o reproductor, y refleja la
preferencia de los personajes. Pero el cineasta texano tampoco abusa de su
material. Con excepción de algún desborde cerca del epílogo, Linklater no
satura la banda sonora, demostrando que, a diferencia de varios de sus colegas,
es capaz de sostener el interés de cada secuencia sin apelar a una canción.
“Con el tiempo, los
padres y los hijos se alejan”. La frase es de Historia de Tokio (1953), pero es ilustrativa de varios films de
Yasujiro Ozu, en donde los padres lamentan la marcha de sus hijos del hogar. Cuando
Mason está a punto de partir a la universidad, Linklater filma a Olivia sola en
el cuadro, a la manera de Ozu. Pero a diferencia del dolor contenido que
caracteriza al cine del maestro japonés, Olivia se pone a llorar: “Sólo pensé
que habría más”. Las palabras de Arquette subrayan lo que Linklater transmite mediante la imagen y el jugado concepto de su obra: la condición
finita de la existencia y la fugacidad del tiempo. Pero el gran André Bazin
escribió que este medio artístico era el único (junto a la fotografía) capaz de
registrar la realidad y "embalsamar el tiempo". En tiempos en que el
celuloide va dejando paso a la imagen digital, algunos sostienen que las ideas
de Bazin son anacrónicas o erróneas. Pero Linklater -quien ya había citado al
gran teórico francés a través del realizador Caveh Zahedi en Despertando a la vida- homenajea a Bazin con una escena memorable: cuando
se dirige a la universidad, Mason se detiene en una estación de servicio que
parece perdida en el tiempo, y saca fotos de objetos viejos, oxidados,
deteriorados (una lámpara, un hidrante, un semáforo). Quizás sea un momento
elegíaco. O tal vez Linklater nos esté diciendo que las ideas bazinianas siguen
vigentes: ya sea en 35 mm -como Boyhood-
o en digital, el cine sirve para preservar la memoria, rescatar las cosas y las
personas de su naturaleza efímera, y hacerlas eternas.
Celebración del tiempo como motor de la vida, sensible retrato de varias etapas de la experiencia
humana, Boyhood probablemente no es la obra maestra que muchos vieron apenas
terminada su proyección. Pero es una síntesis acabada de la filmografía de Linklater y una de las mejores
películas estrenadas en Uruguay en los últimos tiempos. Una combinación de cine clásico y moderno que
demuestra que no todo está inventando en este medio, que todavía
existen historias para contar y nuevas formas para hacerlo.